No muy lejos de tu casa vivía un niño caprichoso de ojos grandes y pelo rojo. El cuál ya no recuerdo como se llamaba, pero sé que los niños del colegio le apodaban Tacañón el Rojo.
Hubo un tiempo que este pelirrojo llenaba sus cumpleaños de amigos, y regalos, hubo un tiempo en que jugaba con todos los muchachos del barrio, hubo un tiempo en que la gente le llamaban por su verdadero nombre.
Pero Tacañón empezó a no compartir juguetes, a no prestar nada, a no llamar a sus amigos para que no tocaran sus cosas por si se rompían. Decía tantas veces: “Mío”, “No te lo dejo” y “No te doy”, que se olvidó del resto de palabras.
Los amigos desaparecieron, los compañeros de juegos se volvieron imaginarios, y en el colegio nadie le entendía, porque solo sabía decir: “Mío”.
A pesar de todo, a este niño no le importaba la soledad porque tenía sus cosas, sus juguetes, sus dulces, todo para él solito. Incluso sus padres al ver que ya no tenía amigos intentaron alegrar la vida de su hijo llenándole de regalos. Tantos juguetes llegó el niño a tener que alcanzaron hasta el techo de su habitación, teniendo que irse dormir al sofá del salón.
Un buen día, el cuarto que estaba repleto de juguetes se quedó vacío. Nada más enterarse del robo, el muchacho corrió a contárselo a sus padres.
-Mío. No te lo doy. No te lo dejo –decía con enfado-.
-Sí, te lo hemos quitado todo –respondió la madre que parecía entenderle-. Pero te vamos a regalar algo más importante que tener cosas.
Tacañón gritó, lloró, pataleó, y cuando se cansó de todo eso; sus padres le llevaron a un lugar donde los niños desfavorecidos comían, se vestían y jugaban, gracias a las donaciones de las personas con más suerte. El joven pelirrojo se dio cuenta que todos aquellos niños allí estaban disfrutando de los juguetes que habían desaparecido de su habitación, algo que no le gustó nada; hasta que un pequeño moreno y pecoso se le acercó.
-¿Juegas conmigo?
-Mío, mío, mí, m… Sí, vamos -dijo con torpeza-.
Después de pasar aquella tarde jugando, algo cambió en Tacañón. Con el tiempo perdió el apodo, ganó palabras para hablar y amigos para jugar, empezó a compartir y a recibir de los demás. Y aunque no recuerdo como se llamaba, en todo el barrio le llamábamos amigo.